sábado, 29 de enero de 2011

ALEGRÍAS


Walter Benjamin escribió que el "rasgo más distintivo de una colección siempre será su transmisibilidad". Sin embargo la colección se forma con intención acaparadora, el verdadero coleccionista rescata sus objetos del mercado y los destina a la contemplación privada. La ruptura de esta íntima conexión debe ser el colmo del desprendimiento. Me precio de ser amigo de alguien tan generoso.



Defendido y evaluado (sobresaliente, opción a matrícula) el trabajo findemaster, y alcanzado el penúltimo objetivo, espero que entre todos consigamos que lo publique. Yo, que lo he visto crecer como especialista, disfruto viendo como reconocen sus méritos.



viernes, 21 de enero de 2011

EL CIPRÉS



jueves, 20 de enero de 2011

CONFÍN

lunes, 17 de enero de 2011

SAN ANTON Y LA LUNA

sábado, 15 de enero de 2011

MARGUERITE YOURCENAR Y ANDALUCÍA

Hace poco, y gracias a mi lector de ebook, he conocido un emocionante texto de la Yourcenar que merece ser compartido. Está en el libro El tiempo, gran escultor y se titula Andalucía o las Hespérides.

ANDALUCIA O LAS HESPÉRIDES

Marguerite Yourcenar

L

a España meridional ha recibido muchos nombres: Bética en la época romana, Califato de Córdoba, Reino de Granada, más la antigua apelación de la época en que ocurrieron las invasiones bárbaras: Andalucía, o sea, tierra de los Vándalos. El más antiguo de estos nombres sigue siendo el más significativo: las Hespérides, el umbral de Poniente.

El Mediterráneo tiene dos puertas: el Helesponto, al Este, y al Oeste, las Columnas de Hércules (no hablamos aquí de Suez, fisura realizada por mano del hombre); su conocimiento no es completo hasta que uno no se introduce por estos dos estrechos, en las regiones por ellos cerradas o abiertas. En la punta extrema de España como en los confines de Asia Menor y de Tracia, Europa se confirma al mismo tiempo que se acaba. Ese Oriente, ese Occidente oscilan desde hace veinte siglos en los dos platillos de una balanza cuyo astil es Roma. Aquí, como en el archipiélago helénico, los imperios se han hecho y deshecho a merced de las tempestades y de las contingencias de los abordajes: España tiene su Trafalgar como el Levante Actium o Lepanto. En Granada, lo mismo que en Constantinopla, encontramos la adelantada punta del mundo de la tienda y del desierto instalado en el seno de los jardines de Europa. Cádiz, Ultima Gades, sirvió al mundo grecorromano de pórtico sobre el Atlántico, al igual que el antiguo Bizancio sobre el mar Negro y Asia. Y el aire leve y seco de Sevilla, su ritmo de existencia a un tiempo continental y marítimo, recuerdan irresistiblemente a Atenas.

Desde los tiempos prehistóricos, España ha sido tomada por el costado izquierdo, sobre todo, o por la punta: lo más importante de Andalucía llegó dentro de los barcos cretenses, griegos o púnicos, en los trirremes de Roma y en los faluchos musulmanes. Es imposible, por mucho que nos alejemos en el tiempo, encontrar un momento en que el Oriente, sus intermediarios africanos y Roma no hayan marcado a esta hermosa tierra. Pero España -y Andalucía sobre todo- se parece también a Levante en que, aunque mediterránea, no lo es, sin embargo, sino a medias. Se halla proyectada hacia el Atlántico como Grecia hacia Asia. Esta posición excéntrica, a modo de frontera occidental del mundo conocido, retrasa su aparición en la escena universal: la expansión colonial de Grecia, su contribución única y eternamente joven a la experiencia humana se sitúan a principios de nuestra historia; España, muy antigua pero que se desarrolló más tarde, que es madura sólo en algunos puntos y precozmente reseca en otros, no alcanza su destino hasta en plena aventura del Renacimiento. El abismo que bordea su lado derecho era, bien es cierto, menos amenazador que la enorme masa asiática que domina Grecia puesto que la invasión no afluía a intervalos regulares, como las hordas de Darío o de Timur desde Asia. Pero era también más oscuro, más inconmensurable, más vacío, más parecido a la nada o próximo a unas misteriosas e inaccesibles Atlántidas. Desde la Antigüedad, los griegos habían situado vagamente, cerca de la costa ibérica, la isla de los Héroes; los campos Elíseos de Aquiles, que otra tradición supone en la orilla opuesta del mundo hasta entonces conocido, en el mar Negro. En plena Edad Media, Dante, reanudando con ese gran tema atlántico, arrastraba a su Ulises lejos de Itaca para hacerle naufragar bienes y personas a la vista de las islas Canarias:, o acaso del Cabo Verde, bajo un cielo en donde apuntaban unas estrellas ya diferentes y en unos parajes que los conquistadores conocerán más tarde. Pero fue sobre todo a principios del siglo X

VI, muy cerca ya de la época en que, por una casualidad heráldica, la imagen del vellocino o Toisón de Oro empieza a obsesionar a los cortesanos de Carlos Quinto; cuando el Atlántico se convierte efectivamente en el mar Océano, cuyos Argonautas fueron Colón, Pizarro y Cortés, y en donde la Florida y Méjico desempeñan el papel de Cólquida. La desnudez y la fuerza de esa tierra, los vastos espacios desocupados de mesetas y sierras acercan a España, por decirlo así, allende el océano, a los países aún sin historia. El puerto de Sanlúcar, de donde singlaron los primeros galeones hacia el Oeste; el monasterio de La Rábida, donde Colón meditó su viaje; los Archivos de Sevilla, en donde se conservan piadosamente las cartas de navegación y mapamundis de los grandes exploradores, son lugares en donde una imagen planetaria del mundo se impuso al hombre.

El pequeño museo provincial de Cádiz encierra un sarcófago púnico, hermano de los sarcófagos sidonios del Louvre: una pesada forma antropoide, con un brazo doblado en una de las posturas habituales en los muertos, y cuya mano aprieta una granada o un corazón. El interior del sarcófago revela a un esqueleto vigoroso como el tronco de un árbol. Este desconocido púnico resume por anticipado una de las grandes aventuras de España; los árabes seguirán a los púnicos; la España católica de la Reconquista reanuda, a su manera, la tarea de la España de los Escipiones; Sagunto y Numancia, fieles hasta la muerte y las llamas de la hoguera, una a Roma y la otra a Cartago, elevan en el suelo ibérico dos ejemplos contradictorios de lealtad. A la Alhambra expuesta a los vientos del Oriente islámico se opone en Granada el severo palacio de Carlos Quinto. La mezquita transformada en capilla en donde la Reina Católica quiso descansar frente a la ciudad conquistada, marca uno de los momentos de una guerra púnica eterna. A través de la etapa cartaginesa se abren paso unas influencias aún más antiguas: en la plaza de toros de Sevilla recordamos las tauromaquias de los frescos cretenses y las peligrosas acrobacias del hombre contemplado desde arriba por espectadores indolentes. La Virgen de los Viernes Santos, la Macarena reluciente de pedrerías, tiene por hermana en el principio de los tiempos a la Dama de Elche con su tocado fenicio. Una plástica griega, o heredada de los griegos, ha contribuido de una y otra parte a la elaboración de estos dos puros ídolos; los rasgos duros y finos son los de la belleza ibérica, pero el ardor, la fijeza y las pesadas joyas proceden de Oriente.

La España romana duró alrededor de siete siglos, que constituyen con mucho el período más largo de paz que haya conocido la Península. En todas partes, en el mapa y en el suelo de la Andalucía actual, afloran las ciudades, las carreteras, los acueductos, los puertos, los monumentos de la España tranquila, superpoblada, próspera, que suministraba a Roma su cuero, su carne salada, su esparto y los lingotes de sus minas. Mezquitas y catedrales se apoyan sobre las antiguas ruinas; el puente de Córdoba fue utilizado por las legiones de Galba. Ronda, rodeada de montañas, conserva la huella de Pompeyo; el recuerdo del gran guerrillero, latente en toda la poesía española, aún lo podemos encontrar hoy en las pintadas de los estudiantes. Itálica, patria de Trajano, de Adriano, de Teodosio, se halla sepultada bajo la tierra en más de sus tres cuartas partes, pero sus mosaicos y unas cuantas estatuas dan testimonio de un esplendor debido a los esfuerzos del artesano local helenizado, o al lujo de las importaciones de Grecia y Roma. Para el noble poeta español del siglo XVII, Rodrigo Caro, Itálica seguía siendo el emblema de la soledad melancólica, el lecho seco que dejó el inmenso fluir de una vida desaparecida. A los sevillanos les gusta citar la frase de Hume, recordando que dos emperadores andaluces, que en Roma se sucedieron uno al otro, consiguieron asegurar uno de los pocos siglos hermosos que ha tenido la humanidad: Sevilla posee su calle de Trajano y su calle de Adriano.

Los historiadores han tratado de definir lo que fue aquella infiltración del clan español en Roma, fenómeno que más tarde se repetirá en la época de los Borgias; se ha intentado encontrar en Adriano, aquí el gusto por las construcciones colosales, allá el de los fastos fúnebres: unas características ibéricas eternas. Se ha creído ver un españolismo latente en la exageración de un Séneca o un Lucano o en el nihilismo ascético de Marco Aurelio: Podrían invertirse igualmente los términos del problema y preguntarse si esos pliegues tan fuertemente marcados del temperamento o el pensamiento español no habrán sido originados por la influencia duradera de Roma. No olvidemos, sin embargo, que ese individualismo estoico, la fogosidad barroca, esa tendencia imperial de dominación universal no aparecerán otra vez en la Península hasta mil años después de la caída de Roma, reintroducidos por la Italia del Renacimiento. En términos generales, España, al parecer, no hereda directamente de su ascendencia romana sino la parte más antigua del patrimonio, la menos afectada por ideologías y culturas, la más común, en suma, a toda la región mediterránea y a su conjunto de razas, pero esa parte ha permanecido aquí más inalterable y es más evidente que en otros lugares: el baile que recuerda las flexiones y torsiones de las hijas de Gades, gozo de los libertinos de Roma; la cocina con sus fritos y salazones, con sus ensaladas y su predominio de lentejas y habas, al igual que en un menú de Marcial o de Horacio; el Circo y sus juegos sangrientos; la profunda religio agrupada en torno a unos lugares consagrados y a unas estatuas sacrosantos; el sentido austero y patriarcal de la familia que templa el vivísimo apetito de placeres y libertades carnales; más importante aún que todo esto, el mismo ordenamiento de la casa: el «atrium», el patio, ese patio en donde siempre murmura una fuente.

Tras la paz romana, la prosperidad árabe; también ésta duró alrededor de siete siglos. La oleada árabe no se retiró de España sino poco a poco, en el momento en que, por un curioso fenómeno de equilibrio, la marea turca invade el Oriente cristiano: la pérdida de Granada sucede con cuarenta años de diferencia a la conquista de Constantinopla. Es decir, que el Islam en España tiene sobre su contrapartida en el Oriente griego la ventaja de hallarse más cerca de las fuentes, de los orígenes de la Égira. El palacio de Medina Azahara, cerca de Córdoba, ya no es más que un montón de escombros casi pulverizados y, no obstante, sobrecogedores: es un Asia más inmemorial que el Islam, es el Irán aqueménida, son los versos melancólicos de los poetas persas sobre las mosadas reales ahora frecuentadas por los fantasmas del onagro y la gacela, a los que evocamos en esas salas vacías, en presencia de ese ciervo de bronce en el que se confirma una técnica milenaria, de esos estucos y de esos cascos en donde la obsesión por evitar la forma animal se disfraza de arabescos y follajes. Pese al breve hiato vándalo o visigodo, lo árabe en España se ha superpuesto de entrada a lo antiguo: el arte de una civilización para la cual todo deleite y toda geometría desembocan en la forma humana se ve sustituido por un arte consagrado únicamente a la modulación de las líneas que se estiran, se enlazan y se acarician, sin significar otra cosa que ellas mismas, música abstracta, meditación matemática eterna. En Córdoba, foco de cultuta alimentada por el fervor musulmán, la sutileza judía y ciertos conceptos helénicos pasados por el alambique del pensamiento árabe -ese pueblo de alquimistas, de algebristas y de astrónomos- alcanzan con la Mezquita la más completa de las transmutaciones, la ecuación más compleja, el equivalente perfecto de las secretas cogitaciones de un Averroes o de un Avicena. Esas sordas armonías son las de las esferas.

El arte árabe de Granada, más tardío, más femenino, se dirige al espíritu a través de los sentidos. Una suavidad lineal como ésa anula todo pintoresquismo histórico: el degüello de los Abencerrajes o la huida de Boabdil pierden su importancia ante aquellos prismas y aquellas estrellas de estuco; bajo aquellas bóvedas que parecen haber tomado de las corolas, de las grutas, de los alvéolos de las colmenas, su secreto tan profundamente natural y tan alejado de lo humano. Esta perfección casi vegetal puede muy bien prescindir de la unidad de estilo, no depende de la autenticidad del detalle, soporta con encantadora docilidad todas las injurias: el Generalife, con sus revestimientos borrados, sus pabellones rehechos y sus setos retocados por jardineros modernos, sigue siendo lo que su constructor árabe deseó que fuera: el paraíso de las meditaciones sosegadas y de las alegrías fáciles. No se experimenta, ni tampoco en otros palacios granadinos aniquilados o ruinosos, el amargo despecho que nos sobrecoge ante las heridas del Partenón o el asiento de una catedral bombardeada: se acepta que aquellos hermosos objetos hayan florecido y pasado como narcisos.

El arte gótico andaluz sigue siendo un arte militar, implantado por la Reconquista, importado del Norte, suerte de monje armado. Cuando se convierte en indígena lleva inmediatamente el sello de manos mudéjares. Más liberal que la religión y las costumbres, acepta las uniones mixtas y los secretos adulterios. La catedral de Sevilla, enorme fortaleza de la fe católica, instala sus campanas en la Giralda musulmana y conserva, en lo más recóndito de sí misma, su patio árabe de los Naranjos. Pero el gótico sevillano no es más que la excepción que confirma la regla: casi por todas partes, el arte renacentista (que los manuales españoles califican sistemáticamente de grecorromano) sus sucedaneos barrocos, son los que proclaman, en Andalucía, el triunfo definitivo de Occidente. Hasta en Córdoba, reconquistada sin embargo al Islam más de dos siglos antes que Granada y veinte años antes que Sevilla, el destripamiento de la Mezquita sólo dató de la época de Carlos Quinto: es al Barroco al que corresponde dar testimonio, ya que no de las verdades de la fe, al menos de la gloria facilona de los canónigos. Este arte todo de pompa y de relumbrón abofetea al visitante en el momento en que, de arco en arco y de columna en columna, se va acercando al centro del edificio, y hace volar hecho pedazos, como de resultas de una broma, a una de las más nobles meditaciones que se hayan hecho jamás sobre lo lleno y lo vacío, la estructura del universo, el misterio de Dios. En unos decorados de estilo Renacimiento o barroco fue donde se desarrollaron, hasta en pleno siglo XVIII, los procesos de la Inquisición. En una capilla de estilo Renacimiento es donde reposa Isabel la Católica, tras sus frenesíes de cruzada. Pero este Renacimiento, este barroco, no son como en Italia la afirmación de una nueva y laica voluntad de vivir, un grito de orgullo papal o principesco. El palacio de Carlos Quinto en Granada, considerado por sí y no en su relación con la Alhambra, a la que aplasta, es uno de los más hermosos especímenes de la arquitectura renacentista, pero su severidad y su dureza superan con mucho a los de los palacios romanos o incluso florentinos que lo inspiraron: por mucho que su planificación se inspirara en la villa romana del papa Julio, no se le parece más de lo que a un hombre vestido de seda puede parecerse un hombre vestido de acero. Un pensamiento aún medieval llena esas iglesias italianizantes en donde estamos acostumbrados a buscar, en otros países, únicamente una retórica religiosa; la futilidad de la gloria terrestre se nos revela en ellas por antífrasis, al igual que ese panteón abierto y desnudo, esa especie de osario en donde cuatro ataúdes enmohecidos, uno al lado del otro, reposan en Granada bajo los fastuosos sepulcros de los Reyes Católicos.

En el interior de las capillas sevillanas se respira la misma intimidad negra y dorada que en un oratorio bizantino al que, por lo demás, suceden directamente en esa tierra en donde el arrianismo vándalo precedió al Islam. Además, la infinita repetición de los detalles, la proliferación de las formas, la multiplicidad obsesiva de las figuraciones divinas o humanas, antes nos hacen soñar con los templos del bramanismo que con las basílicas de Roma. El Barroco, arte violento y hecho para impresionar a las masas, no representa aquí únicamente los ataques de grandilocuencia de una raza taciturna: se convierte en la expresión normal de un pueblo acostumbrado en lo sucesivo a las tensiones extremas, privado de las serenas abstracciones del arte árabe y mudéjar, para el cual el equilibrio grecorromano es ya algo básicamente ajeno. Las manifestaciones más barrocas de la vida andaluza son también las más arraigadas en la Edad Media cristiana o en un pasado antiguo y no cristiano más lejano aún: pompas de procesiones tauromáquicas, bordados en los trajes de los toreros, a menudo rasgados y sangrientos y a los que remiendan manecitas de jóvenes obreras en un taller de costuras sevillano; trajes de los bailarines del Corpus Christi; púrpura del Nazareno, flagelado y expuesto a las miradas del pueblo, arrastrada como una ola de sangre sobre las cabezas de la multitud; plata y catafalcos del Sábado Santo.

La pintura sevillana (y podemos incluir bajo ese nombre a los pintores que nacieron en Sevilla como Murillo y Valdés Leal, pero también a los que hicieron allí su aprendizaje como Velázquez, o su carrera como Zurbarán) cabe toda entera dentro de los límites de un siglo, el XVII; pero sus frutos son en verdad los de las Hespérides: Aquellos pintores tan alabados por su lirismo individual o por su realismo implacable son, no obstante, fuertemente italianizantes: nada hay en su obra que no estuviera ya en los venecianos o en Caravaggio, nada salvo, claro está, el temperamento y el inevitable acento. Sus temas favoritos son característicamente españoles, ya que testimonian la elección del artista o del mecenas español del siglo XVII; siguen, no obstante; las grandes corrientes del arte europeo de la Contrarreforma: melodramas religiosos; retratos de clientes aristocráticos o de gente de iglesia y escenas costumbristas o naturalezas muertas inspiradas en el arte del Norte. Pero un fervor heredado de la Edad Media sigue dando fuerza, en la pintura religiosa española, a esas formas de santos o de santas tan pomposamente oratorias o voluptuosamente blandas en otros países. En el retrato, el pintor español individualiza allí donde el pintor italiano personaliza: un gran retrato italiano del siglo XVII es una meditación sobre la belleza, la ambición, la fogosidad de la juventud, incluso sobre la vejez y la astucia como el Pablo II de Ticiano; esos seres, sin embargo únicos, expresan más que a sí mismos; contienen en su interior las más elevadas aspiraciones o los vicios más secretos de la raza, momentos pasajeros de un tema eterno. Aquí, al contrario, el profundo cristianismo y el realismo fundamental de España se unen para revestir con una dignidad y una singularidad trágicas a ese jorobado, a esa anémica infanta, a ese piojoso, a ese caballero de Calatrava, marcados con las características individuales que seguirán llevando hasta que se mueran, encerrados en el interior de un cuerpo con el cual se condenarán o salvarán. Incluso en los más grandes, como Velázquez, cuyo genio parece extraer de esa confrontación perpetua con el instante y el objeto unas conclusiones clásicas, unas lecciones que adivinamos universales, el sentido de esas lecciones nos sigue pareciendo misterioso a fuerza de evidencia, igual que siguen pareciendo misteriosos en la vida el secreto y la razón de ser de cada individuo que encontramos. No existe arte más desprovisto de metafísica que ese arte alimentado por intenciones religiosas: no es la muerte lo que se nos presenta en ese cuadro de Valdés Leal del cual Murillo decía que apestaba: es un cadáver, y ese cadáver es un retrato. La Santa Isabel de Murillo no es el símbolo de la caridad: es una mujer lavando a un tiñoso. En las imágenes de los santos en éxtasis que pintan Zurbarán o Alonso Cano, no es la visión beatífica la que se nos muestra: es la mirada del visionario. Esta obsesión por el individuo marca el triunfo definitivo de Occidente sobre Oriente; al mismo tiempo, el fasto barroco elimina hasta la última huella de los refinamientos árabes o mudéjares. Pero campos enteros del humanismo clásico seguirán ajenos a la pintura española, como, por ejemplo, la gloria del desnudo. La Venus de Velázquez es una obra maestra, a contracorriente en ese país dominado por los prejuicios cristianos y, más ocultamente, por el atavismo oriental que acaso se hallara demasiado apresado por el detalle, por lo accidental e instantáneo para complacerse en un puro canto de las formas. La Maja desnuda de Goya, que no es andaluza pero que no sorprendería a nadie como cigarrera en Sevilla, entra, por el contrario, dentro de la tradición del realismo individual por su excitante cuerpo mal hecho. Hasta la carne morena y dorada de los niños mendigos que pinta Murillo es inseparable de sus andrajos, que parecen parte de su sustancia.

En la escena de costumbres o en la naturaleza muerta, la escuela andaluza se impone por ese mismo realismo típicamente español y, para darle toda su fuerza a esa palabra, tal vez hubiera que devolverle el sentido dialéctico que poseía en la filosofía de la Edad Media. No la Esencia o la Idea, sino la Cosa. No la meditación alucinada de un Rembrandt o de un Soutine sobre los secretos de la materia, no la visión casi mística de un Vermeer o la redisposición intelectual y formal de un Chardin o de un Cézanne, sino el objeto mismo: ese pescado, esa cebolla, ese clavel, ese limón al lado de la naranja. Se ha destacado demasiado poco, por lo demás, que esos poderosos pintores realistas de la escuela sevillana no nos dan de su país más que una imagen extraordinariamente intensa, es verdad, pero limitada a ciertos aspectos casi obsesivos de España. La indolencia o la ligereza sevillana se hallan casi por completo ausentes. Hasta llegar a Goya -que dibujará a las hermosas paseantes madrileñas (a las feas también), o el barullo de las romerías, con el mismo trazo limpio con que anota, por lo demás, un accidente o un altercado en la plaza pública- la pintura española pocas veces trató de representar con libertad la vida en la calle y en pleno día. Los pintores flamencos, florentinos o venecianos nos enseñan más, respectivamente; sobre el cielo y el aire de sus calles, que los pintores de la edad de oro sevillana sobre Sevilla.

*

Algunos países mueren jóvenes, o bien su desarrollo se detiene cuando aún son jóvenes: todo lo que sigue a su breve período de vigor pertenece al campo de la supervivencia o de la resurrección. España jamás llegó a recuperarse de los dolores que sus aventuras imperiales le proporcionaron, ni del oro fácil del Nuevo Mundo, ni tampoco de la sangría que ella misma se infligió al expulsar de sus venas hasta las últimas gotas de sangre judía o mora. Andalucía, sobre todo, sufrió mucho con esa especie de auto de fe perpetrado en honor del idealismo castellano de la raza. La leyenda y la ideología españolas propiamente dichas son castellanas: Andalucía se funde en ese ardiente concierto de la España cristiana y únicamente le añade unas cuantas y conmovedoras variaciones místicas o carnales. En casi todas, el tema es una búsqueda: esas figuras de historia y de leyenda se definen mediante esa palabra poderosa quiero, que significa a la vez amar y buscar. Juana la Loca sigue por los caminos a un ataúd, incubando a su muerto; Juan de la Cruz, asomado a la ventana frente al sublime espectáculo de Sierra Nevada y de la Vega de Granada, aparta de su espíritu esas formas visibles a medias a la luz de las estrellas para buscar a Dios en la noche; Miguel de Mañara va de mujer en mujer por las calles del barrio de Santa Cruz, antes de acabar su vida con un hábito de servidor de los pobres, olvidando, sin duda, la triste voz de Elvira; más cerca de nosotros la insaciable Belisa y la implacable Bernarda. Bellas imágenes, hechos más o menos aislados en la experiencia de la raza, que nos muestran, sobre todo, lo que un pueblo creyó encontrar en sí de esencial. Tierra de poetas, que ayer todavía bañaba con su sangre García Lorca. Tierra de poetas, sobre todo por haber sido perpetuamente amada y recreada desde la distancia, en los suspiros de los poetas árabes que lloraban su Granada perdida, y también en la obra de los poetas occidentales de más allá de los montes y de ultramar. Para que Miguel de Mañara se convirtiera y siguiera siendo un Don Juan, para que la búsqueda amorosa del caballero andaluz fuese comparable a la búsqueda heroica y castellana de Don Quijote en la historia de la aspiración humana a lo imposible, tuvo que llegar Tirso de Molina, y sobre todo Molière, y Byron; y tal cuento de Balzac, y tales versos de Baudelaire y, aún en nuestros días, tal farsa trágica de Montherlant.

Y empezamos a comprender lo que nos conmueve de ese país; y que a veces nos sobrecoge: el contacto directo con la realidad, el peso bruto del objeto, la emoción o la sensación fuerte y simple, antigua y siempre nueva, dura y dulce como la cáscara o como la pulpa de un fruto. Esta tierra tan encomiada se halla maravillosamente virgen de artificios literarios; ni siquiera le afecta el amaneramiento de algunos de sus poetas. Este suelo del que brotaron tantas obras de arte no lo sentimos, de entrada, como ocurre con Italia, patria privilegiada de las artes; pero la vida late en él como la sangre en una arteria. Pocas regiones ha habido que fueran tan arrasadas como ésta por el furor de las guerras de religión, de razas y de clases; si soportamos el recuerdo de tantos furores imperdonables es porque aparecen aquí más desnudos, más espontáneos y menos hipócritas que en otros lugares, casi inocentes en su reconocimiento del placer que toma el hombre en hacer daño a otro hombre. No existe un país más dominado por una religión poderosa que favorece a menudo la gazmoñería y la intolerancia, pero tampoco existe un país en donde se sienta más que en éste, bajo el brocado de las devociones o bajo la piedra de los dogmas, brotar el fervor humano; no hay país más sojuzgado que éste, pero tampoco más libre, con esa rudimentaria y suprema libertad hecha de desprendimiento, de pobreza, de indiferencia, de amor a la vida y de desprecio a la muerte. Enumeremos nuestros deleites: Granada era hermosa, pero aquel ruiseñor que cantaba todas las noches, aquella garganta parda henchida de sones, nos enseñó sobre la poesía árabe tanto como las inscripciones de la Alhambra. En Cádiz, a orillas del océano, entre los bloques sumergidos que tal vez sean los del templo del Hércules gaditano, aquel muchachito de piernas morenas, metido hasta el muslo en el agua pálida y azul como sus andrajos desteñidos, preocupado únicamente por los felices resultados o las desilusiones que le procuraba la pesca, nos conmovió no menos que una estatua antigua hallada a flor de agua; aquella vieja monja medio ciega que nos mostraba sin verlos los cuadros del Hospital de la Caridad ocupa un lugar en nuestms recuerdos junto a las figuras pintadas; la inmensa mole de la catedral de Sevilla parecía explicarse -o justificarse quizá- gracias a la presencia de una mujer solitaria que rezaba con los brazos en cruz. Menos aún o mejor aún, pienso en aquellos dos campesinos tendidos a orillas de la carretera con su vestimenta de lana de rayas, y en aquel montón de corderos degollados dentro de una carreta, a la puerta de una carnicería, llena de la presencia obscena y cándida de la muerte; en aquellas flores algo marchitas, apretujadas por las manos tibias de un niño mendigo; en aquel pan colocado encima de una mesa y sobre el cual revoloteaba insidiosamente una mosca, en aquella granada de la que rezumaba un jugo color de rosa... 1952



sábado, 8 de enero de 2011

EL MAR LA MAR 15